Tomé la decisión la segunda vez que salí del metro Auditorio llorando. Había estado al menos 30 minutos luchando por acercarme a una de las puertas de algún vagón sin siquiera conseguir llegar a la mitad del andén. Los trenes llegaban tan llenos que de pronto cualquier esperanza de abordarlos era ridícula, y lo mismo en el flujo inverso: salir de ese embutido humano motorizado para lanzarse al mar de pacientes parecía una tarea igualmente épica.
Salí llorando, como ya dije, de la estación Auditorio. Comenzaba diciembre, había salido un poco tarde de la oficina, pero es que eso ya da igual, cualquier momento es hora pico en el submundo del centro de mi ciudad. Y en mundo de nivel de calle también. Pensé en abordar un taxi pero, además de que no iba a encontrar uno libre sobre Reforma a esa hora y con ese tráfico, me dolía el codo.
Decidí caminar a casa. De Polanco a la Roma Sur, con tacones bajos, se hacen más o menos 58 minutos, poco más de una hora en el sentido inverso, quizá porque uno va de subidita. Como sea, ese tiempo basta para exceder la cuota diaria de actividad física recomendada y además es un regalo: son 50 minutos que tienes tú contigo, para meditar, pensar, recordar cosas que te hacen reír, resolver problemas, oler la ciudad, escuchar sus melodías… Decidí caminar a casa, aunque, como usualmente sucede cuando uno camina, la decisión verdaderamente importante fue la que tomé mientras andaba.
Decidí que a partir de 2013 usaría una bici para desplazarme por la ciudad. La compré en una venta corporativa de juguetes (y bicis, que no son necesariamente juguetes, como evidentemente aún se piensa) y me la llevaron a mi casa: era una Bimex rosa mexicano con una canasta al frente. Me equipé modestamente con tres llaves allen y la de los pedales para armarla, un casco y un candado, pero todavía me tardé un par de semanas en tocarla.
El 31 de diciembre la saqué al patio del edificio y, tal como había visto hacer a los hijos de mis vecinos, me puse a dar vueltas. Mi experiencia me dice que, con toda seguridad, me veía así:
Le subí un poco el asiento y la volví a montar. Mi memoria motriz metió el gol de la vida. Ahora, el problema era salir a la calle. Eso sí era nuevo; yo sólo había pedaleado sobre pistas y parques, hacía casi 20 años.
Con el casco puesto y la herramienta en la mochila, salí a la calle con el objetivo de aprovechar el último paseo dominical del año sobre el Paseo de la Reforma. Iba saliendo de mi cuadra cuando rayé el primer coche (que estaba estacionado). Lamentablemente, me di a la fuga y mientras lo hacía sólo se me ocurrió gritar “¡perdón!”.
Llegué pedaleando, temblando, sudando, mentando madres, etc. al taller de bicis del parque México, donde pedí que me dejaran la bici a punto para un paseo cómodo. Le inflaron las llantas y acomodaron la cadena en una combinación de plato y piñón aceptable para recorrer la ciudad. Nunca antes había tenido una bici de cambios. Vaya, el detalle ni siquiera me pareció importante cuando la compré.
El ajuste exprés hizo que la experiencia se hiciera unas 10 veces más cómoda; luego, rodando hacia Reforma, los cierres viales y la presencia de otros (pocos, pues eran apenas las 8 de la mañana) ciclistas me dio mucha confianza. Poco a poco me fui soltando y me esforzaba por disfrutar la sensación del viento helado en mis cachetes. Me sentía estúpidamente feliz.
La felicidad se diluyó considerablemente en cuanto dejé Avenida Juárez para internarme, junto con varias decenas de ciclistas serios (supe que eran serios hasta después, que me preocupé por entender por qué sus bicis eran tan delgaditas, por qué usaban spandex y por qué engrapaban sus zapatos a los pedales), en las estrechas calles del Centro Histórico. Creo que nada estresa más a un novato conduciendo (lo que sea) que la proximidad de otros objetos en movimiento. En algún momento se me zafaron los pies de los pedales, estuve a punto de enllantarme en la banqueta y grité, como para dejarles saber a los intensos que yo era una autodidacta nivel I de la biciescuela.
Bien aprendí en mis años de emo que para salir del infierno hay que atravesarlo, así que con una cadencia prudente y una buena actitud logré llegar a los senderos más amplios de la ruta. Sin embargo, mi estrés no desapareció, especialmente porque mi objetivo inicial era rodar sobre Reforma y de pronto me encontré frente al Mercado de Sonora.
Cuando creí pertinente preguntarle a un policía si habría un retorno pude distinguir el Palacio de los Deportes y entendí que mi retorno lo iba a encontrar sólo si seguía para adelante. Me puse contenta de tener que atravesar la ciudad de vuelta sobre mi bici nueva, que aunque parecía de juguete ya llevaba más de 20 Km recorridos.
No tardé mucho en toparme con la primera joroba del Circuito Bicentenario (un suspiro de nostalgia por la antigua ruta del ciclotón). Seguramente un conocimiento básico de mecánica me habría ayudado a saber qué hacer con al menos tres de las 21 velocidades que tenía mi primer bici, pero ese día sólo conté con la potencia y la resistencia de mis piernas. Con orgullo escribo que no paré ni caminé en ninguna joroba. De vuelta a casa, incluso logré levantarme del asiento para acelerar.
Ese domingo, 31 de diciembre de 2012, la Lulú que salió a las 8am de casa como un ratón mojado, temblorosa, rayacoches fugitiva, volvió tres horas más tarde con un sentido de logro totalmente colmado, probablemente origen de esa felicidad tan desbordante. Esa primera vez no aprendí un carajo de bicis, ni de mecánica, ni hice amigos, pero sí me quedó claro que había hecho una elección de vida, para la cual aún sigo descubriendo aptitudes, encontrando cómplices y superando muchos miedos.
[…] porque en algún momento el transporte público capitalino me rompió el corazón. Ya he hablado de mi primera bici, que por supuesto era rosa y tenía una canasta al frente (¡encontré una foto!), en la que me […]