The couch

Como todo el mundo, escribo, escucho música, canto, bailo, leo, miro pelis, voy a museos, busco a toda costa narrativas que me conmuevan. Voy siempre tras la risa o el llanto, los estados límite de la existencia. Admiro la capacidad que algunas personas tienen para dejarse llevar, para aceptar mansamente el 95% de azar que contiene la vida. Y no digo 95% porque me conste ni lo haya medido, sino porque es un porcentaje tolerable para mí, pero estoy segura de que es superior. Bueno, como sea, no me malentienda: admiro eso de la misma manera en que admiro las fotografías de Diane Arbus. Reconozco en esas personas lo que no soy y no podré ser jamás.

Es algo con lo que no puedo. Tal vez yo sólo no nací con esa mansedumbre, o puede ser que mi necedad por marcar mis propios senderos sea resultado de un carácter forjado a punta de negar todos los días a mi madre, que ella sí que es de la otra manera. Me parezco mogollón a ella. Por fuera, menos de lo que quisiera, y por dentro, más de lo que me gustaría. Pero ya llegaremos a ella.

Entonces, ¿qué soy? Comenzaré por decirle que soy la tía más rara en mi familia. Pero dígame, ¿quién es normal? Además, las familias numerosas se parecen más a los frikis nómadas que hacen los circos, así que soy texto en contexto.

Ante todo, soy simple. Creo firmemente que, a lo más, media docena de conceptos bastan para definirme con justicia. Lo complicado es el mecanismo por el que estas cualidades logran polarizarse. En mi interior hay una caja negra donde esto tiene lugar, y sospecho que, a diferencia de lo que se hace para saber qué falló cuando un avión se accidenta, advierto que voy a estrellarme, pero antes quiero saber por qué. Y de paso, saber qué botones presionar para hacer que la caída suceda más pronto que tarde.

Intento ser buena. No practico ninguna religión, pero he merodeado por algunas filosofías fundacionales, tomando lo que me parece más prudente para este lugar y este tiempo. Sobre el amor al prójimo prefiero el amor a la naturaleza, por ejemplo. Pero vaya, el punto es que no hago putadas ni paso marrones. Me responsabilizo de mis actos, y espero lo mismo de los demás. Adopté un gatito abandonado. Sonrío a la gente en la calle, y no me molestan los niños en restaurantes y cines, siempre y cuando sean simpáticos. A la gente que me ha hecho daño no le deseo ningún mal –aunque tampoco ningún bien, ahora que lo pienso. En cualquier caso, no soy Teresa de Calcuta, y también puedo odiar, aunque se trate de cosas que no pueden corresponderme el mal sentimiento: conceptos como la falsa piedad, la justicia conveniente, la obsolescencia programada, el colonialismo o la hipocresía me resultan repugnantes, y por derivación, también las personas que los usan como estandarte, como el Papa, Bono, el presidente en turno de los Estados Unidos, Steve Jobs o mi vecina Jovita.

Soy una persona triste. Siempre lo he sido, no crea otra cosa. No vengo aquí a contarle cómo me han tratado para llegar a este punto, para nada. He tenido una vida muy afortunada. Puede que el término correcto hoy sea “distímica”, “depresiva” en 1986, o “melancólica” en 1850. Es un rasgo muy mío. No fui una niña caprichosa, ni una adolescente furiosa y rebelde. Al contrario, fui dócil y condescendiente, pero siempre muy triste. Soy una existencialista resignada, una actriz del absurdo que vive el papel que interpreta –porque el mundo que nos hemos hecho con este cerebro hiperdesarrollado que tanto cacareamos y con tanto dogma que desplazó a la verdadera utilidad de la mitología es absurdísimo. Sorpréndase: con todo y mi estatura, mi complexión y mi personalidad, me lastima vivir. He aprendido, sin embargo, a aprovecharme de esto. ¿Sabe? Hay un tipo de belleza que es la más conmovedora de todas: la que nace sobre terreno quemado, la que se genera cuando uno porta con dignidad la tristeza y logra convertirla en fortaleza. ¿Lo ve? Estoy echa un pedazo de emo.

Irónicamente, de todos los sabores presentes en el coctel genético que me compone, el condimento estelar sería, por votación unánime, mi sonrisa. Sólo en un rostro tan peculiar como el mío un hocico de semejantes dimensiones habría logrado verse bien: la mandíbula lanzada hacia el frente: de mi madre; los enormes dientes: de mi padre; los labios súper carnosos de algún misterioso familiar extraoficial y las hendiduras en las mejillas típicas de mi abuela se combinaron en ese punto exacto de mi rostro entre la nariz y el mentón, dando lugar a una sonrisa por las que se pagan algunos verdes. Todo eso, rematado por una mirada llena de esperanzas. Mi sonrisa es el atributo más valorado por la gente que importa. Está lejos de ser única –a primera vista, es idéntica a la de mi madre, y sirvió de molde para calcar la que portan mis hermanos, aunque en ellos no deslumbre, tal vez por la ligera inclinación de la dentadura de mi hermana, o los dientes torcidos de mi hermano–, pero es auténtica y sincera.

Antes, cuando mi madre quería hacerme sentir una mierda, solía recitar lo egoísta que puedo ser; toda una oda, debería escucharla. Que si nunca tengo tiempo para salir con ella, que nunca puedo hacerle un favor, que lo único que me importa soy yo y mis cosas. ¿Se supone que deba sentirme culpable por ello? Me jode mucho que ella interprete la soledad como egoísmo. El modo unipersonal es la programación de fábrica del ser humano. Nacimos solos, y de la misma manera nos iremos y todo lo que uno va colocando entre el punto A y el B, como la escuela, el trabajo, las salidas de prepa, los novios y una cantidad considerable de distractores, componen la vida. Vale, para ella y para toda mi familia soy una tirana egoísta que se refugia en la lectura de un libro durante el festejo masivo Día de las Madres o las comidas de los domingos. Tiene rato que mi madre dejó esa cantaleta por la paz. Justo cuando conocí a Alberto. Ella y mis hermanos fueron testigos de cómo puedo ser capaz de entregarme a otra persona, de cederle el control sobre mí, de mantener siempre encendida la sonrisa , y sufrir y romperme por alguien. Desde entonces he dejado de ser una egoísta.

Soy amorosa, pero el amor que exudo está lejos de manifestarse en abrazos a mi madre, caricias prolongadas a mi gato, o tardes en la buhardilla con mi sobrino. A la familia y a mis amigos los quiero, pero no los amo tanto como para envejecer con ellos. El que siento, cuando lo siento, es un amor que, aunque bueno, de puro hondo resulta tan destructivo como el malo. Quizás sea esta la raíz de todo: que no sé controlar ni dosificar el amor cuando lo siento. Soy una fuente y no un pozo. Todos los elementos que están fuera del conjunto de hombres que amo –que por convicción es un conjunto de un solo elemento– me son absolutamente indiferentes. Y también necesito un montón de amor, porque no soy tan dura, ni insensible, ni autosuficiente como lo parezco. Nunca he buscado poseer al hombre que amo, sino pertenecerle. Recuerde: soy la rara de la familia; mis padres se tienen a ellos mismos, y mis hermanos siempre fueron muy cercanos.  Siempre he sido como un satélite, a partes iguales herida de culpa por no sentirme parte del clan y esperanzada por este sentimiento casi profético que sólo puede entrañar un destino diferente para mi, una rama desprendida del árbol de mi genealogía que retoñará una historia mía únicamente.

Soy lista. O bueno, me han llamado así desde pequeña y a fuerza de repetición he logrado creérmelo, supongo. Es verdad que siempre saqué notas sobresalientes sin esforzarme y sin estudiar. Me jacto de tener una capacidad de observación bastante digna y, a riesgo de descubrirme la más mediocre, reconozco esta cualidad como el origen de todos mis triunfos. Para ser justos, observar ha sido sólo la mitad del trabajo. Como esas plastilinas epóxicas que hay que mezclar para detonar la reacción química que las convertirá en un plástico firme, la observación no me habría servido de nada si no la hubiera mezclado con la imitación. Por ejemplo, durante la mitad de mi vida me di el lujo de ignorar las reglas ortográficas que instituye la Real Academia Española, y si gané más de un concurso nacional de ortografía y redacción, fue porque leía como una enferma. Igualmente, fui una niña pésima, muy renuente a la infantilidad y muy dispuesta a ser mayor, lo que me etiquetó para ser guardada en el cajón de las niñas precoces. Aún no tengo conclusiones sobre aquella idea de si es la mente la que gobierna al cuerpo o viceversa, pero a los nueve años cambié las camisetas por corpiños, y a los 10 tuve mi primer período. Las enciclopedias de mis abuelos, primero, y un novio 10 años mayor que yo, después, lograron distraerme de mi verde y pegajosa adolescencia, que de cualquier otra manera me habría resultado insoportable, y me dieron contenido unas y forma el otro para conversar con gente culta. Conformé mi personalidad a partir de diversos referentes femeninos, desde Ava Gardner hasta mis primas María y Ana, las mayores. Soy la encarnación de un esfuerzo por combinar a todas las mujeres que han marcado en una buena manera mi vida. Igual, pienso que soy bastante estúpida porque, después de todo, esta, mi única habilidad me convierte en una impostora y tarde o temprano alguien va a descubrirme.

 

9 thoughts on “The couch”

  1. En pocas palabras, eres una fregona.
    Amo que tengas el valor para descirbirte sin complejo alguno y amo la manera en que escribes, soy tu fans!
    Besos

  2. No se si los expertos te consideren buena o mala escritora, lo único que puedo decir es que me lograste meter a la lectura y me identifiqué con mucho de lo que describiste y eso para mi sólo lo hace un buen escritor. No te consideres rara en tu familia tal vez tienes mucho en común con alguien que no es tan valiente como tu para pelear por que espeten su soledad……Felicidades

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