Todo mundo habla de París como LA ciudad (de las luces, del amor, la capital del arte, de la moda, y todas esas joterías que hacen ameno nuestro andar mundano).
Permítanme diferir. París no me ha gustado tanto. Me pareció una ciudad, sí, linda, pero muy soberbia y vanidosa, egocéntrica, “una ciudad que se la jala todo el tiempo” como dijera uno de mis Pablos favoritos. Un gran pastel de quinceañera, fue lo que me pareció a mi.
Demasiada gente. Todo el tiempo. En todo lugar, hasta en los cementerios. Una no puede estar a solas con el autorretrato de Durero en el Louvre, ni contemplar en paz los tesoros del D’Orsay ni del Pompidou. Apenas se logra un momento de calma en la olvidada iglesia de Saint Germain, o en algún adorable parque rodeado de edificios.
Referencias literarias y cinematográficas aparte, todos y cada uno de los mitos y expectativas sobre París se fueron derrumbando, exceptuando, tal parece, la especialidad de la ciudad: el amor (whatever it is). París sabe de qué va ese rollo.
Un simple y desapercibido detalle hizo valer el lugar más que toda su historia, su arquitectura y sus obras de arte. Al final, un vendedor de souvenirs habló en nombre de París: la ciudad me había reconocido. A mi como suya, y a él como mío. El más grato y gratuito souvenir, recibido a cambio de estar irremediablemente enamorada.
Sólo por eso: París, je t’aime.