En 1993, acontecimiento imborrable en mi infancia, el presidente de las orejas chistosas firmó el TLCAN. Eso significó, entre otras cosas, mayor variedad y menor precio de los juguetes, vestir como lucían los personajes de las películas, desayunar cereales de colores y con alto contenido de glucosa. Sin embargo, la exposición a los contenidos culturales provenientes del reino de los sueños, tanto infantiles como húmedos, modificó las concepciones tradicionales de la infancia y la juventud mexicanas en tanto individuos y como miembros de una estructura familiar o una pareja. Así, la mujer mexicana se constituye como un espectro luminoso con miles de matices.
La tía Conchita, en demostración ejemplar de hermana mayor, cumpliendo con la ley implícita de la feminidad mexicana, esperó a cumplir los 20 y mientras tanto estudió Diseño de Interiores. Llegada la edad, contrajo matrimonio con su novio extranjero y, decepcionada porque Franco ya no pudo ser su gobernante, tuvo hijos y decoró su casa. A la primogénita del matrimonio ibero-mexicano se le educó en una doctrina –tal vez de moda, tal vez producto del resentimiento materno– feminista. La pequeña se hizo mujer, culminó exitosos estudios post-universitarios con becas académicas y rechazó las ofertas amorosas de cualquier osado hombre que se aproximaba sin desplegar su certificación iso nuevemil. La tía Conchita está muy orgullosa, pero un poco triste porque sus hermanas menores le ganaron con los nietos.
La Jefa fue tercera de nueve hermanas. Rompió el récord de soltería en la familia (y otras cosas) cuando cumplió 21 años –mi edad en este momento– y anunció que, cansada de esperar que Panchito (el exnovio) volviera a buscarla, estudiaría Administración de Empresas. El abuelo se alegró de su determinación, pero Administración no era carrera para mujeres. Lenguas Extranjeras sí. La Jefa terminó la carrera. Dio clases en un kinder, conoció a un arquitecto, se casaron. Tuvieron uno, dos, tres hijos –”¡qué inconsciencia!”, les decían sus familias– y cuando dio a luz por primera vez, la enfermera del IMSS le anotó “madre añosa” en el expediente. Sólo tenía 29 años. Confió en el poder educativo de la televisión, pero los hijos preferimos el misterio del librero. Ahora que ninguno de los retoños ha manifestado intenciones de casarse “como Dios manda”, sino de mudarse con los amigos, como se hace en Europa y los United, La Jefa se deprime y reza mucho por nosotros.
El Jefe tiene una hija. Esperanza. Es ya treintona, pedagoga. Trabaja en la burocracia. Se casó con un penalista. Ella gana más que él. Tienen un hijo de dos años. Esperanza es un poco neurótica, pues siente la obligación de servirle el desayuno a su marido en las mañanas y le remuerde dejar a chiquiPepe en la guardería, pero es inmensamente feliz en su trabajo. Además, le desespera la jocosidad y dispersión características de su esposo, y a veces se pregunta por qué se casó con alguien a quien no admira. Ella supone que fue el miedo a quedarse sola.
Lorena es mi sobrina. Tiene 19 años. Estudia Psicología en la UNAM. Es fanática de Freud, y se considera afortunada de que su mamá sea soltera, pues así los complejos edípicos no condicionarán sus relaciones sentimentales. Su madre aún la mantiene. Ella invierte la beca materna en diversión líquida –o líquidos divertidos– en las fiestas. Busca, localiza y persuade a sus sujetos del deseo, a veces hombres, a veces mujeres. Y a decir verdad, tiene bastante éxito. Es un huracán, una golfa, una inalcanzable, según la perspectiva. No quiere tener novio por ahora. Tampoco quiere trabajar. Pero en sus planes contempla la posibilidad de hacerlo. Casarse y tener hijos, sí. Pero joven, antes de los treinta, para que todavía pueda jugar con ellos sin que le duela la cintura, e ir a recogerlos al colegio e impresionar a sus amiguitos con su belleza juvenil.
Será la televisión, las revistas, las películas o la Internet, pero lo cierto es que las mexicanas tenemos ahora muchos referentes de la idea de ser mujer. En los últimos 15 años se nos fueron cayendo la máscara, maquillaje y vestuario exigidos por la tediosa caracterización de la mujer sufrida y resignada a la que alude Paz en “Máscaras mexicanas” (1950). Y no es que ahora seamos más naturales, sino solamente más coloridas y variadas, tal como lucieron los pasillos en los centros comerciales o los estantes en los supermercados después de que el presidente de las orejas chistosas firmara el TLCAN. Por supuesto, a este nuevo paradigma de mujer colorida le corresponde un nuevo paradigma de hombre, uno que ya no juzgue con la varita del doble estándar, que no se arda porque gana menos o tiene que cambiar pañales, y ya veremos qué pasa.
BRAVO